Es el soniquete que suele acompañarme cada mañana, en boca de un pequeño robot de juguete con el que mi hijo Pablo desarrolla sus instintos killers. Y mira por donde, me viene que ni pintado para encarar mi artículo de esta semana.
Soy yo hombre de convicciones profundas, a veces un tanto vehemente en mis manifestaciones, al que gusta opinar sobre las cosas, y con un sentido de la justicia o del mérito muy desarrollado. Pero, ay, toda esta coraza personal e intelectual se desmorona como un castillo de naipes cuando me encuentro a veces frente a situaciones que hacen aflorar mi vulnerabilidad. Un ejemplo práctico: el mal rato que pasé en un reciente debate sobre poesía y rock cuando un espectador confundió mi exposición sobre el inmovilismo de las sociedades actuales, sobre la falta de ideales románticos, con un alegato anti-PP o una burla sobre las víctimas del 11-M. Lo que demuestra que hay que hilar fino sobre determinados temas, ¿verdad?
Yo, como no sé qué filósofo, sólo sé que no sé nada. O mejor, recurro a una frase del soldado Brindavoine (genial personaje de cómic del gran Jacques Tardi): “Cuando fui a la guerra era joven e idiota. Terminada la guerra vuelvo a casa más viejo e igual de idiota”. Está claro, las supuestas bondades de la experiencia no me acaban de quedar muy claras. En muchos casos me veo abrumado por el mayor sentido de la lógica de mi hijo el acosa-robots. Todo es relativo. ¿No hay nada que se pueda afirmar con absoluta certeza?
En mi caso, lo tengo claro: amo la música. Vivo con música, pienso en música, hablo de música, me emociono con ella, canto sobre ella. Soy de los pocos que han llegado hasta los tres primeros tomos de “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust, enormes en su densidad –y su grandeza, también- sobre todo porque me identifiqué profundamente con la emoción que sufre el protagonista cada vez que una sonata de Vinteuil llegaba a un pasaje especialmente bello. ¡Eso también me pasa a mí! Recientemente me ha ocurrido al llegar a la coda de “Mi corazón me recuerda” de Lila Downs, o al leer el texto estremecedor de “Heces”, poema de César Vallejo cantado por Susana Baca. El escalofrío sube por la nuca y el mundo te parece más amable, más humano, menos raro (¡gracias, Lichis!).
Una vez expuesta la tesis sobre mi certeza universal, es interesante buscar fuentes donde informarse de la buena música que se está haciendo. Yo normalmente sigo la prensa especializada, e incluso creo que he desarrollado un instinto especial para saber, dependiendo de la crítica en cuestión, si un determinado disco me va a interesar. Está claro:“¡La música me vuelvee loco¡”
(Artículo publicado en ADN Málaga el 08-03-07)