Silba jazz y su perro viene. Tampoco su mascota de cuatro años se resiste a la voz de franela y soul de este crooner con alma de rockero que hace música de contrabando americano. Más de treinta años lleva en danza y solo por carreteras del rock, del pop, de los ritmos latinos de los 70, y ahora por la ruta de los cincuenta americanos que ha embotellado en Días de vinos y cosas. Con bouquet del rythm&blues y las drinking songs, respetando mucho las formas vocales y sus ritmos, Javier Ojeda ha destilado su último disco en 50 metros cuadrados con aire de humo a cal y canto, una puerta con escalón mellado y fuera, frente a la pared tatuada con un flamingo rosa, un jardín medio asfaltado de sombras. Así es desde 1987 la guarida de este dandy del sur con chaqueta mostaza y aspecto que va de lo provocador a lo sublime, lo mismo pantalón a cuadros y camisa de rayas que perfil seductor Twin Peaks. Un mago en visionar la canción que los demás no ven, en saber elegir los pliegues de su tesitura para acomodarla o trascender su propio diálogo con las posibilidades de su musicalidad. Lo mismo da que sea All shook up de Elvis o la salsa de soho de Héctor Lavoe. La actitud de su voz expresionista y acróbata sin red, su pasión y la cualidad felina de su oído, le bastan para con una batería, un teclado, dos guitarras y un equipo de percusión armar la barrica de trasiego y fermentación en cuyo interior se remonta la letra de John Mercer en la película de Blake Edwards: «Dame una copa y música para olvidar». La diferencia es que uno sentía la desazón azul de los ojos de Lee Remick a punto de romperse al fondo del abismo de cristal, y con el último EP de este Dorian Gray de la Paz y de Torremolinos, lo que se siente son ganas vigorosas de coger sus canciones por la cintura entre sedoso y duro para bailar. Las frases, la piel, la atmósfera en la que la noche lo mismo es una caracola Anka en susurro sobre un hombro, que el brindis de Scott Fitzgerald bautizando una cabeza con champagne.
Javier Ojeda es un traductor de las canciones de cualquier época. Lo mismo le flipa el espíritu Bowie, las melodías de renglones torcidos de Elvis Costello y el Alligator wine de Screamin’ Jay Hawkins, saliendo de un ataúd, que le pone Aretha Franklin. Cualquier voz que conmueva, y juegue a improvisar un espejo en la frontera, le despierta el apetito de la imaginación a este beach boy con el mediterráneo en su voz flexible y con buenas transiciones. Su energía, como la de su corazón, las ajusta en los conciertos con un whisky a falta de una hora para empezar, y una pastilla de guaraná media antes de salir al escenario que siempre se le queda chico y extiende entre su público. Relax, relax, crearse su propio halo interior, sentir la música desde los pies al pellizco de los dedos con el que lleva el compás del swing, mientras rastrea los solos de cuerda con el oído izquierdo y oscila la cabeza cuando el conjunto suena, se van arriba y él advierte a su banda que corren el peligro de lágrimas. «Nos gusta demasiado a todos, y es mejor hacerlo más ceñido».
Educado y directo, James Brown, dicen de él, siempre corrigiendo, bajando dos puntitos las burbujas de Bautízame, recordando que en este momento entrará fresca Julia Martín; diciéndole a Paco Vílchez sobre la tentación de los baterías de pasar con los platos por encima cuando dibuja pasaje Agustín Sánchez a la guitarra o a éste que decida con David Quintero cual de los dos hace, pero no a la vez, un monólogo improvisado. Ríe Miguel Batún barajando las baquetas, y Ojeda sonríe travieso, emboza el micrófono con la mano, como si fuese esa botella de vino a punto de acabarse, y lo suelta en busca de las congas de Bárbaro Pimienta o alarga su mano al teclado de Daniel Lozano. No puede evitar este Géminis del 64, el año hit de The Blue Feeling de The Animals, del You really got me de los Kinks y de Contigo en la playa de Nico Fidenco -cuánta sirena del norte rubio desembarcando entones en aquel Torremolinos Tánger-, la electricidad de la música que se le mueve por dentro. La lleva soñando toda su vida a 45 revoluciones por minuto y lo balancea a un lado, lo empina massai o a que en seco cante para explicar lo que piensa. En cualquier instante, en medio de una conversación, más si es con un político. Sabe que la vida es una melodía, y cada vez es más consciente de sacarle beneficio y significado.
Es otro espectáculo verlo danzando invisible a su público. Javier Ojeda en camiseta Wally dentro de su vieja destilería de objetos perdidos, luz disecada en el suelo y en las paredes. Un perfecto cuadrilátero donde pulen y ajustan los decibelios de un sonido que se redondea rabiosamente fuerte en el aire, y alimenta el pulmón de su reconocible voz –mitad Martini y a medias Harlem– desprendiendo vitalismo con matices de noche y buen rollo canalla.
Delicadamente luminosa en una gama femenina de grises para cicatrizar las soledades escogidas –su penúltimo disco- frente a la muerte, el abandono y el amigo que sorprende con un abrazo en la niebla del naufragio. Corporal y con carisma en la cadencia de la sensualidad para desnudarle la piel a la fruta de la pasión, al brillo de una canción, y a diez razones para vivir.
Sin nada de esto, ni su gran cultural musical, se entienden el aroma, las notas de madera, los frutos, el sabor del vino intenso y rojo que en su música de fondo evoca un beso con la sonrisa partida, un amor totalmente sacudido, el contrapunto sinsonte de Marta High que soñó que cantaba con él Mockingbird en la fiesta que descorchó el viernes en el Palmeral de las Sorpresas, engalanado de otoño con camisa habanera y sombrero Waits para actuar su último EP. Disfrutón entre un público amigo bailando a 500 rpm con él, contagiados por la poética con la que hace de cada canción un cuerpo del que se toca su temperatura y su textura, por el carácter de su voz honesta, y sus saltos de burricardo. Igual que cuando jugaba en la piscina con sus hermanos o buscaba la carita del reflejo de la luna. Hizo guiños de afectos, abrazó a su cómplice mujer Gema, alternó su brillante apuesta nueva y recordatorios de éxito –abrigado por redobles, break y compases de batería, por riff de guitarra y solos de Yohany Suárez al bajo- sin posar de plano para el encuadre con el que José Cortés lleva años disparándole portadas, como la de Días de vino y cosas con Javier en estado puro. No se sabe si volando o en el suelo. Igual que en El Palmeral a escasos centímetros de mí, bocarriba el estribillo de Bautízame. Qué pena que en ese instante tuviese una copa de vino en lugar de champagne entre mis manos. A punto estuve, amigo.
El estreno fue apoteósico y anunció proyecto futuro –este tipo siempre comprometido y en creación permanente–. La Costa de Soul será la cita. No sé quien de su banda ganó la apuesta de en qué momento Javier saltaría al público, y si terminaría quitándose la camisa. Sé que las radios no servirán en audiencia este excelente EP –la mediocridad comercial y el peaje económico nunca dejan de pinchar–; que casi nadie compra álbumes pero que sí funcionará en vivo y en plataformas digitales estos cuatro espléndidos clásicos, destilados con talento enamorado por Javier Ojeda. Seguro que él, mientras conduce veloz pero sin prisa hacia los sesenta, continuará siendo un amante a la antigua de las piedras preciosas, del orden del mundo, de las páginas en blanco a las que ponerle primero la música en su galope y penumbra, después su literatura o su poema, y de broche la voz cadillac. La misma que cuando se acaba el vino pone rumbo en busca de cosas.
Me fui noviembre, silbando Ojeda con las manos en los bolsillos, pensando que su vino tendría que llamarse Gatsby.
(Guillermo Busutil para La Opinión de Málaga).