Estoy de vacaciones. ¿Qué raro, verdad? Es una de las peculiaridades de mi profesión el descansar cuando la gente curra y a la inversa, aunque en mi caso el ocio es siempre relativo. De hecho, yo no puedo estar alejado de la música demasiado tiempo y aprovecho a la mínima para saltar a cualquier escenario. Me pasa como aquel amigo que trabaja de actor porno, ¿os acordáis? Ahora que también le pilla de descanso anda como loco en busca de sexo femenino para “ligar por sus propios medios”. Qué monstruo, el tío.
En fin, hace un par de semanas me dejé caer por un bareto en Fuengirola donde tocaban unos colegas y me invitaron a subir al escenario para cantar. Y ahí estaba yo brindando mi arte al público reunido, feliz de soltar mis gorjeos sin ambición pecuniaria alguna, hasta que llegó el momento temido. Nada más bajar del escenario una chica va y me suelta: “¡Pero si tú eres Javier Ojeda! ¡CÁNTAME SABOR DE AMOR!” Tras intentar hacerla ver que, con perdón, en ese momento no me apetecía, la chica, con cara de fiera, me espeta “¡pues que sepas que eres un borde!” y yo, pues nada, otra vez a tragar del frasco, Carrasco. Es uno de los hándicaps del cantante, el que mucha gente se crea con derecho a exigirte cosas raras. Que yo sepa, si te presentan a un fontanero no es normal que a primeras de cambio le pidas que te arregle el baño de tu casa. De eso nada, pringao. Y todavía recuerdo cuando, en un debate sobre propiedad intelectual con los animosos muchachos del Copyleft uno casi me come cuando osé discutir la libre circulación de la música, apuntando que el dinero que dejaban de dar a las discográficas iba a parar a otro monstruo capitalista: las compañías telefónicas. «¡O os modernizáis o os vais al garete!» (decían). Si yo estoy de acuerdo, pero…
A ver, lo que pasa es que la gente tiene mucha cara. ¿No llegó una ceramista que estaba exponiendo hace unos días y va me dice que la música ha de ser gratis porque toda la pasta va para los malvados intermediarios? Curioso cuanto menos, considerando que sus obras costaban un dinerito y que el dueño del local, obviamente, se llevaba un porcentaje. ¡Por no hablar del famoso canon digital! Con todas las objeciones que le pueda poner a esa ley que confunde justos con pecadores, me parece que por ejemplo nadie se queja de las misteriosas tasas de los aeropuertos, que encarecen bastante más la compra, ¿no?
Verbigracia: mejor adaptarse a los tiempos si no quieres acabar como el gran Fernán-Gómez en “Viaje a ninguna parte”. Pero que quede claro que YO decido si quiero regalar MI música o MI interpretación en directo. Lo demás es pillería (de la que ninguno estamos libres del todo) y déjense de zarandajas.
(Artículo publicado en ADN Málaga el 22-02-08).