“Torremolinooos, pasión y vicioooo”, así rezaba una canción de Ricardo Texidó con Hombres Públicos, su grupo paralelo a Danza Invisible, de la que solíamos chotearnos en privado por su estribillo que entonces se nos antojaba ridículo, aunque en mi descarga está que se lo comuniqué personalmente en su tiempo (lo de que la letra no me gustaba ni pizca, no lo de que nos reíamos en privado). El caso es que es que esa melodía es lo primero que se me ha venido a la cabeza al comenzar a redactar este texto.
Bien, empecemos. No sé si la letra era una birria o no, pero el caso es que Ricardo tenía razón. En lo de la pasión y el vicio. Esta mañana he hablado con mi madre y me contaba que en los sesenta siempre salían por Torremolinos porque era lo que estaba de moda y solían visitar “El Mañana” y más tarde “Eldorado” en compañía de los amigos que iban haciendo del gremio del calzado. En cuanto a mí, mis primeros recuerdos son borrosos. Paseos con mis padres por La Carihuela, la crepérie que después se llamó “El Goloso”, ¿cuál era su nombre?, algún almuerzo en no sé qué hotel fashion. Estaba claro que Torremolinos molaba, pero yo como crío disfrutaba un montón en mi barrio y no lo cambiaba por nada.
La adolescencia provocó un giro total. Mi hermana tenía un ligue argentino muchos años mayor que ella y aprovechaba que mis padres dormían para engatusarme a que le acompañase al Tiffany’s, una discoteca que entonces programaba una música espectacular. Allí escuché por primera vez a Talking Heads, The Police, The Cure, Echo & the Bunnymen y mis gustos pasaron definitivamente del trasnochado rock sinfónico a la modernidad. Tendría unos 15 años, el disc-jockey fue luego técnico de sonido de Danza Invisible por un breve lapso de tiempo. Le llamaban Javier “el comecocos”, más tarde se metió en una especie de secta cristiana.
Llego a los 80 con el Hardy’s, y yo de semi-mod con mi amigo Conde y los modernillos que luego hicimos la nueva ola, jugando a odiar bandas musicales. Muy alocado pero tremendamente tímido, empezaba mis primeros escarceos sexuales con escaso éxito. Imagino que debía ser carne de “bullying”, de hecho alguna pelea a cates tuve al lado del Piper’s con macarras de la época.
Torroles tenía un componente magnético de peligro. Allí probé por primera vez el hashish en casa de Chris Navas de Danza, un tío que entonces me deslumbraba con su carisma impresionante (aún hoy lo tiene). Resulta que su madre solía dejar en la casa una botella de vodka para que el nene se tomase sus copitas con sus amiguitos. Lo que seguramente no sabía es que además de eso Chris dedicaba sus esfuerzos a la preparación de los más variados artefactos dopantes con el cannabis, recuerdo con especial pavor una especie de mini-pipa alargada que él llamaba “sibsi” y que me provocó no pocos mareos y más de una vomitera. Por no hablar del siniestro “vasito”, cuyos efectos mareantes eran automáticos. Tonto de mí, con ese espíritu killer de comienzos de los 80 que te hacía probar de todo y más. Hasta la fecha no he podido volver a fumarme un porro sin que me siente como el culo.
Después del Hardy’s llegó el Disney’s, el sitio donde la música osciló de la new wave al tecno-pop y los new romantic. Los Simple Minds, “Enola Gay”, Gang of Four, Human League, Spandau Ballet -ahora que lo pienso el nombre de Danza Invisible puede venir de aquí-, ¿qué canción sería la que canté a pleno pulmón en la sala para que Ricardo me propusiese hacer una prueba con ellos? Me refiero a los Danza, lo más de la época.
Detrás de estos garitos estaba Paul, el abuelito punky. ¿Sabéis lo que hacía? Cuando nos veía ya puestos en su casa de las Tres Torres nos encerraba y no dejaba de servirnos los potingues más variados mientras se reía de mí, que siempre le pedía clemencia. Allí contemplé por primera vez la homosexualidad de frente, con ese punk joven llamado Johnny que luego se fue a Barcelona. Dicen que se hizo yonki y murió. Paul en cambio vive y su memoria bien merece una placa en el callejón de La Luna de España, el tercer garito suyo que yo conocí.
Mis primeros conciertos, qué emoción. Nuestras pintas , que llamaban la atención allá donde íbamos, especialmente en los barrios de Málaga capital, donde la gente te miraba alucinada. Por cierto, el mío se había convertido entonces en lugar gris y hostil y sobre el 84 mi familia se muda definitivamente a Torremolinos, que aunque hacía mucho que había dejado de ser “chic” para convertirse en “kitsch” seguía siendo lugar animado y libertino, además yo era joven y cantaba en un grupo de rock.
Cuando llegó lo de la independencia a mí me daba igual, prácticamente vino a coincidir con el pelotazo de “Sabor de amor” y no parábamos de viajar de un sitio para otro viendo como a nuestro público vanguardista se le sumaba un asombroso contingente de fans quinceañeras sin que supiésemos a qué era debido. La política municipal me importaba un bledo y la escena musical se había desplazado a Málaga, apenas quedaba algún local de Pueblo Blanco como reducto donde escuchar música decente. Toda mi vida ha transcurrido a caballo entre los dos municipios y jamás entendí la obstinación friki en querer ser de pueblo y enfrentarse a la “metrópoli”.
Y es que a veces me ha dado por pensar que la decadencia se inicia con la independencia, pero la verdad es que no es del todo cierto. Otro recurso facilón sería datarlo en la investidura de Herr Fernández Montes, pero tampoco. Mi teoría es que la catetización fue extendiéndose lenta pero inexorablemente y llegó a imponerse definitivamente en el 2002 con el descubrimiento a todo boato del inefable Monumento al Turista, cuyo impacto visual a punto estuvo de provocarme una caída en bicicleta cuando lo vislumbré por primera vez. “Tenéis muy mal gusto”, escribió con spray en su base el guitarrista de Addictive Larsen, lo cual le provocó una noche en el cuartelillo. Y luego llegó el Museo Histórico Municipal de Torremolinos, que nunca pudo abrirse porque solo tenía un cuadro. Del Chic al Kitsch y luego a la Caspa hasta llegar al Terror. “Terrormolinos”, en acertada definición del periodista Txema Martín.
En el 2003 fui vetado por motivos que ya estoy cansado de explicar junto a otros izquierdistas, disidentes y gentes de mala fe. A tanto llegó mi indignación que durante mucho tiempo me obstinaba en decir que era de Málaga capital, no quería que me identificasen con ese sitio retrógrado que poco a poco iba cayéndose a pedazos entre el conformismo culpable de muchas de sus gentes.
Ha hecho falta lo más grande para que Torremolinos vuelva a abrir los ojos y alcance una cierta normalización, aunque el grado de miseria moral alcanzado aún diste mucho de haberse disipado. Qué paradoja, el paradigma de las libertades en la España de Franco ha de aprender a ser libre. Primero dependía de Málaga y después de UNA sola persona. El camino está siendo más arduo de lo pensado, pero al menos se ven brotes verdes.
(Artículo incluido en el libro «Torremolinos. De pueblo a mito»).