Jamás pensé que sería así. Cuando tu padre cumple los 84 años ya sabes que no va a durar mucho más, e incluso a veces te pones a pensar con tristeza en como pueden ser los instantes finales, qué sé yo, te ves acompañándolo en una cama de hospital, intentando animarlo, noches en vela rogando que la cosa no vaya a más. Pero resulta ser mucho más frío, absurdo e inexplicable.
Una llamada de teléfono. Gema que me despierta: «Javier, vete para casa de tus padres que tu papi está muy malo«. Otra llamada apremiando mientras te atas los cordones. La moto, hay una ambulancia en el bloque de mis padres. Subes arriba, los enfermeros sobre el cuerpo auscultando o como demonios se llame eso, mi hermano y mi cuñada con ojos llorosos, «creemos que se ha ido». Treinta segundos hace que has llegado y uno de los enfermeros lo confirma, ha fallecido. A partir de ese momento el caos, llanto, nervios, mi madre diciendo «mira que le dije anteayer que no se metiese en la playa con el agua tan fría», la llegada de mi hermano el médico, más llanto, el quejido inconsolable de mi sobrino al entrar, se confirma que la causa ha sido una disección arterial que se lo ha llevado en apenas un par de horas, nada que ver con lumbalgia o el Parkinson que tenía contenido desde hace años. «Al menos no ha sufrido nada».
Lo siguiente es tragicómicamente surrealista. Llamada a la funeraria, «me los ha recomendado Nathalie» y al cuarto de hora de haber fallecido tu padre te encuentras con dos tipos trajeados que montan una escena digna de Monty Python, obviamente los empleados se portan lo mejor que pueden, hasta con un plus de cariñito, pero lo que te muestran es un catálogo de ataúdes dignos de la colección otoño-invierno de El Corte Inglés: «este sale muy económico», » este es de caoba», «les recomendaría este por la relación calidad-precio», «mmm, ese es más económico pero es de contrachapado». Vamos, que les falta decir «este se lleva mucho». A continuación la misma operación con el tema ramo de flores, mientras tú y tu hermano solo deseáis acabar con aquello cuanto antes. Descripción rápida del servicio de la funeraria, calculadora en mano y todo sale por el módico precio de cinco mil no sé cuanto, de regalo tienen un ramito y unas chocolatinas para el velatorio, todo surreal. Me salgo a la terraza a fumar un pitillo y veo en el dormitorio a mi madre acostada al lado del cadáver, serena, como pensando todo lo que ha vivido con ese hombre y todo lo que se le viene encima ahora, y deseo tener su fe religiosa para ser fuerte en esos momentos.
De camino al cementerio te sientes atravesado por un puñal, por minutos no has llegado a tiempo de dar a tu padre el último beso en vida. Apenas ha transcurrido una hora desde que te has levantado y tu mundo se ha resquebrajado por completo, las noticias de la Champions o el conflicto catalán suenan en tus oídos como memeces de un mundo muy tonto poblado por idiotas. De alguna manera, has centrado tu existencia en cuidar a los tuyos, claro, pero también buscando el aplauso de tus padres, como cuando eras chiquitillo y te felicitaban por las notas. La última vez que lo vi me mostraba orgulloso la portada del Diario Sur hablando del éxito espectacular del concierto de Danza Invisible en Torremolinos. Pero apenas tienes tiempo de pensar, el móvil arde y comienzan a llegar familiares y amigos, a cada presencia conocida un nuevo escalofrío, crees que el dolor acabará siendo insoportable al final de la jornada.
Mi padre era el prototipo del hombre hecho a sí mismo. Procedente de una familia humilde de Linares, dejó pronto los estudios y empezó a buscarse la vida como camionero al principio, para posteriormente pasar a viajar con su motillo por diversos pueblos de Jaén y cercanías llevando muestrarios de artículos varios para las tiendas, lo que antes se llamaba «agente comercial». Pronto acabó centrándose en el calzado, y ya casado con mi madre, recaló en la Costa del Sol a finales de los 50 donde acabaron instalándose. Siempre comentaba de anécdota que al ver a un compañero suyo de gremio cuyo nombre no recuerdo le dijo al volver de una de sus primeras visitas a Torremolinos: «¿Sabes qué? Que te equivocas si piensas que hemos de emigrar a Alemania para ganarnos la vida. Acabo de venir de la Costa del Sol ¡Y ALEMANIA ESTÁ AQUÍ!» Aquí en Málaga hemos nacido los cuatro hermanos, primero residiendo en un modesto pisito de alquiler en calle Mármoles para luego pasar a uno igual de modesto pero ya en propiedad en la barriada de Ciudad Jardín, y después ascender a lo que nosotros considerábamos el colmo de la prosperidad con nuestros dos pisos unidos en la entonces novísima Barriada de La Paz (luego ya nos trasladamos a Torremolinos, más cerca de «La Toscana», la tienda que montó mi padre).
Pepe Ojeda era genio y figura. Estaba dotado de una energía única y un sentido muy singular de exprimir la vida hasta el límite. Festero hasta la médula, extravagante porque sí, imprudente, con un genio terrible a veces, dotado de un sentido del humor salvaje y trabajador («tienes que hacer lo que te gusta porque así nunca jamás te va a parecer que trabajas, estás disfrutando») hasta extremos increíbles. También honradísimo y con un estricto sentido de la justicia, pero al mismo tiempo sentimental y zalamero como pocas personas que yo haya conocido, no en vano obligaba a sus hijos a darle «gritos de cariño» en público a nuestra madre, preferiblemente si había desconocidos que la pudiesen avergonzar. Capaz de vestir con chilaba durante un par de años porque había leído en no sé qué libro que muchísimos árabes no habían sido expulsados de Andalucía, sino que se quedaron. Y de cenar mazorcas de maíz (y obligar a sus sufridos vástagos a hacer lo mismo) durante otros dos porque ese era su «tema» gastronómico de entonces. Los actuales «temas» del hombre no eran menos chocantes: medio kilo de boquerones crudos al día, pantalones y camisas de colores chillones para sorprender en «reuniones de viejos» como él decía y adulaciones varias a cualquier señora que le pareciese de buen ver. Sin sentido del ridículo, así era mi padre.
Siempre sin embargo tuvo una penita muy grande dentro y es que jamás se sintió apreciado por su padre. Mi abuelo era un hombre sumamente recto y chocaba frontalmente con él, lo consideraba prácticamente como un inútil o eso le hacía ver, ya se sabe que en estos asuntos las cosas van por dentro. Mas este no ha sido el caso con tus hijos, papi, te has ido pero nos has dicho todo lo que nos querías en repetidísimas ocasiones, hasta la extenuación casi, y gracias a dios a mí y a mis hermanos nos ha dado tiempo a decirte también lo mucho que te queremos. Pero nos has engañado, decías que «morirte no entraba en tus planes» y has cambiado de idea.
(Para José Miguel Ojeda Estrada, fallecido el 29 de septiembre del 2015).