El grupo malagueño pone punto final a su historia con una gira de despedida que alcanza su ecuador este sábado en Torremolinos, la ciudad que les vio nacer
Foto: De izquierda a derecha, Miguelo Batún, Nando Hidalgo, Javier Ojeda, Manolo Rubio, Chris Navas y Antonio Gil, miembros de Danza Invisible, fotografiados en Málaga el pasado 30 de mayo. (García-Gil)
Salta, baila, agarra el micro, canta, ríe. A Javier Ojeda se le queda pequeño el metro cuadrado del que dispone en el local del ensayo. Es un estrecho cuarto insonorizado donde comparte espacio con decenas de instrumentos, innumerables cajas, fundas, cables, ordenadores y aparatos de todo tipo. También hay otros cinco músicos. La mayoría rondan los 60, viejos rockeros con más de cuatro décadas a la espalda que el 29 de junio darán un salto al vacío: ofrecerán el último concierto de Danza Invisible. Será en la localidad cántabra de Laredo, pero antes afrontarán este sábado una de las citas fundamentales de su gira de despedida, Torremolinos, la localidad malagueña que les vio nacer hace más de cuatro décadas y les ha dedicado hasta una calle. Su gran noche en casa ya les tiene nerviosos. Y eso que este supondrá ni más ni menos que el concierto número 1.400 de su larga trayectoria.
La cifra no es una aproximación a voleo. Las cuentas las lleva el propio Ojeda en un documento de Excel en el que apunta cada actuación y que muestra desde su teléfono móvil para disipar las dudas. Lo hace mientras empiezan a sonar los acordes de No habrá fiestas para mañana, tema de 1986 que suena llamativamente actual. “Ha habido algo raro, ¿no?”, pregunta al acabar el bajista Chris Navas, que junto a Manolo Rubio formó el grupo Adrenalina en el Torremolinos de finales de los setenta. Eran punkis y sus pintas llamaron la atención de otro chaval, Ricardo Texidó, que se sumó al proyecto como más tarde lo hizo Antonio Luis Gil, ya bajo el nombre Danza Invisible. Su primer tema fue Tinieblas en negro, que grabaron incluso antes de que un pipiolo con mucha cara les dijera que quería cantar con ellos. Era un jovencísimo Javier Ojeda que, como era de esperar, fue un desastre en su primer día en los escenarios. “Nosotros sabíamos tocar poco, pero él no tenía ni idea de lo que hacía”, dice entre risas Navas, que recuerda que a la segunda les fue mejor. Su padre regentaba entonces el bar El Capote y en su sótano se divertían, fumaban hachís y ensayaban sin imaginar lo que vendría después.
Drogas, peleas, vetos de alcaldes y el desprecio de la Movida: la otra historia de Danza Invisible
En 1982 ganaron el concurso de rock de Jerez de la Frontera, donde sorprendieron al público que acudió a la Fiesta de la Vendimia. “Ahogados en vino fino, Danza Invisible dejó boquiabiertos no solo a los propios del lugar, sino a quienes habíamos llegado desde lejos para tratar de entender aquello”, escribía el periodista José Manuel Costa en su crónica. En ella contaba que el grupo tocaba “como si cada compás y cada acorde hubiera sido el fruto de una atención especial, de un cariño loco” y que su cantante era “un tipo asténico” de voz poderosa que “se mueve por la escena como un demente azogado y elegante”. De ahí saltaron a Rockola (Madrid) y Metro (Barcelona), los fichó Ariola y sacaron dos discos. El primero fue un fracaso por una producción “inadecuada”. En el segundo la compañía quería quitárselos de encima. Les dieron cuatro días para grabar y la carta de libertad. “Entonces éramos lo peor. La liábamos siempre parda. Un día me tomé un tripi y quemé la habitación de un hotel. Y en las entrevistas decía que todos los grupos de Madrid eran una mierda salvo Radio Futura, que eran colegas. Se cansaron de nosotros”, confiesa Ojeda.
Con el tercer disco, Música de contrabando, ya con la independiente Twins, alcanzaron los 20.000 ejemplares y su siguiente álbum, doble y en directo, arrasó en ventas. Con A tu alcance (1988) el giro fue radical. Todo cambió. Su vida, la música española y el público de sus actuaciones: los jóvenes de aires oscuros dieron paso a adolescentes y jovencitas que gritaban. Querían escuchar Sabor de amor. El número de veces que han cantado su gran hit desde entonces no cabe en un Excel. Aquella canción les catapultó al estrellato: salían en la tele, eran famosísimos. Justo lo que Ojeda no pretendía. “Todo el mundo quería entrar en los camerinos, no podía ni comprar el pan o salir a la calle”, rememora con pocas ganas quien incluso dudó si dejarlo. El éxito siguió con los años, pero desde aquel momento el grupo se fue alejando lenta y dulcemente de las listas de éxitos para pasar a una “maravillosa segunda división”. Nunca han parado, salvo el año sabático de 2023. Su historia quedó recogida en 2021 el documental A este lado de la carretera, dirigido por Regina Álvarez y José Antonio Hergueta
De los escenarios a la huerta
Entre preguntas y respuestas, la banda continúa su trabajo. Es el turno de Si tú no estás qué poco tengo y Reina del Caribe, otro de sus clásicos. La que no sonará durante la sesión es Sabor de amor, aunque sí estará en el concierto: la banda quiere ensayarla de vez en cuando; pero Ojeda preferiría no hacerlo jamás. “En directo da gusto cantarla, me encanta, pero odio ensayarla”, afirma el artista, que asegura que mientras más la prepara más se equivoca, con una letra que se sabe media España, porque pierde la concentración. El ensayo de esta tarde es pura alegría y vitalidad a pesar de que va camino de las tres horas. “Esto es como para un deportista el entrenamiento: hay que coger fondo y tono muscular”, destaca Miguelo Batún, batería que se unió al grupo hace 15 años, como hizo hace veinte Nando Hidalgo a la guitarra y los coros.
El buen ambiente reina cuando se cruzan con los músicos que acuden a los locales contiguos o salen a fumar a la calle. Las risas se suceden y las canciones se repiten las veces que haga falta. Los errores se reconocen sin rencor y todo parece fluir. ¿Por qué se retiran entonces? “Son ya más de 40 años con la banda. Y, salvo en 2023, nunca hemos parado”, reconoce Antonio Luis Gil, ya cansado y que prefiere dedicarse a cuidar los tomates de su huerta en Pizarra, localidad a las afueras de Málaga. El resto continuará ligado de una manera u otra a la música, como el propio Ojeda, con numerosas actuaciones en solitario y socio de proyectos como el Fulanita Fest.
Dicen que no saben qué pasará la noche del 29 de junio cuando suelten las guitarras y no haya más conciertos a la vista con su banda de toda la vida. Prefieren no pensarlo y tienen la mente en el concierto de Torremolinos y el resto de la pequeña gira de despedida, titulada Sin decir adiós. “Danza Invisible llevaba demasiados años con el piloto automático, siendo solo una banda de directo y no un proyecto creativo”, escribe Javier Ojeda en su blog. ¿Será realmente la última de la banda? “Nunca se puede decir que abandonas por completo porque luego puede surgir alguna cosa excepcional, pero la gente puede estar segura de que desaparecemos como proyecto conjunto”, explican todos prácticamente al unísono. A su despedida malagueña le seguirán Zaragoza, Sevilla, Salamanca y la sala La Riviera en Madrid, para después llegar a Granada y por fin en Laredo. Siete escenarios en los que Ojeda, a sus recién cumplidos 60 años, sí tendrá espacio para correr, saltar, gritar y todo lo que se le ocurra ante un público que tendrá la última oportunidad de saborear a Danza Invisible en directo.
(Nacho Sánchez para El País).