Os pasamos este magnífico artículo de Cristóbal G. Montilla publicado en las páginas de «El Mundo» (de. Andalucía), formidable ejercicio de periodismo del de antes.
Vaya por delante que musicalmente me quedé huérfano hace dos años, aquel mes de junio en el que se fue Rockberto. El alma de Tabletom y de una Málaga muy concreta. El gran profeta de la ciudad extraoficial y subterránea. El barbero de Bob Dylan, que así lo llamaba el letrista Juan Miguel González, al que él siempre le contestaba al grito de «Cervanteees». Cuánto duele escribir en pasado del rockero. Cómo jode que ya sólo se pueda rebuscar en youtube ese encanto de outsider que contagió su idilio con los hermanos Ramírez, esas más de tres décadas en las que estuvieron al pie del cañón sin un solo hit, pero con el encanto más auténtico de unos cuantos himnos tarareados por varias generaciones de malagueños.
Me he puesto tierno, ya lo sé, con el glorioso Tabletom es inevitable, aunque estos ataques de nostalgia no hacen que cierre los ojos a la evidencia y mire hacia otro lado. Porque, por fortuna, hay buenos grupos malagueños, que incluso han llegado a empalagarse con las mieles del éxito más allá de Casabermeja. Es el caso, por ejemplo, de Danza Invisible, que estos días ha vuelto a la carga con el disco recopilatorio Danza total, que incluye hasta un DVD cuando se cumplen 30 años de aquel primer disco que soñaron en Torremolinos.
Con este trabajo recién salido del horno he llamado a su cantante, a Javier Ojeda, y al otro lado del teléfono ha sonado una vez más su oratoria entusiasta, ese vozarrón que hasta hablando desprende un timbre que, por mucho que lo haya trabajado, denota que tiene un don. Esta vez, le pido que tire de memoria. Y aunque pasa de largo por la anécdota de otras veces –la de la sorpresa que se llevaron cuando llegó un autobús desde Álora a verlos a un concierto en la mítica sala madrileña Rockola– se traslada a la fiebre de sus inicios. Recuerda que todo fue muy rápido. Que empezó a cantar, y a los seis meses ya estaba grabando en Madrid. Que fue una bendita locura vivida con sólo 17 años, cuando sus subidas a los escenarios le permitían follar, colocarse, alimentar su ego e intentar hacer buena música. O sea, todos esos pequeños placeres de músico a los que todavía, según dice, sigue siendo fiel, excepto en lo del ligoteo, que para eso tiene una familia preciosa.
Luego, sigue rememorando aquellos principios, y lo hace sin una aparente morriña, como si aún formaran parte del presente, consciente de que su viaje musical sigue en marcha, arribando a otras estaciones. Se pone serio y, lejos de contar batallitas, esboza que ojalá los jóvenes que empiezan ahora en la música tuvieran, al menos, la mitad de oportunidades de las que se gozaban entonces. Que sólo en Málaga había un par de programas de radio muy potentes, o incluso antes de que sonaran en ellos las canciones la gente ya las conocía, pues tenían una importante legión de seguidores que ‘petaba’ los sitios en los que actuaban.
Y, en este punto, no tiene problemas en saltar por los años hasta su hoy en día, e insiste en que no puede quejarse. Que sigue teniendo bolos, y que aparte de los recopilatorios de Danza Invisible ha podido publicar algún disco en solitario con los temas más personales que compone. Y que, en cambio, otros de su generación desisten de sacar discos porque ni siquiera los pondrán en las emisoras. Derrocha satisfacción en lugar de hastío o sobredosis de rutina, y cuando le pregunto si no se cansa de que la gente le pida una y otra vez Sabor de amor, me recuerda que vive de los derechos de autor de esa canción, y que para no aborrecerla tiene hasta 15 versiones distintas, que lo mismo la hace a lo stand by me que en plan vieja trova cubana.
Cuando me suelta esto, le reconozco que tiene salida para todo. Es más,sus reacciones desprenden un amor por su oficio que mantiene muy viva la conversación hasta que llega el momento de despedirse. Cuando toca terminar, me pide que algún día hablemos más tranquilos con una caña por delante en la Carretera de Cádiz, en Casa Marina Nieblas. Que para eso los dueños del bar son amigos suyos del barrio y paisanos míos. Pues son oriundos de mi pueblo, de Cuevas del Becerro, aunque siempre han vivido en La Paz, el microcosmos malaguita en el que Javier echó los dientes. Y, entonces, le digo que vale. Que a ver si se paga unas cervezas en el Nieblas. Que allí nos vemos…