Objetos de un pasado inacabado. Por Julio Moreno López

Objetos de un pasado inacabado. Ilustración de Eva Ortega

 “Sequé con la toalla, robada del hotel, las lágrimas que mojaban tu foto. Tiré por la ventana aquel jarrón, que ahora es un recuerdo roto”. (“Objetos”. Danza Invisible). 

 No sé si ustedes han tenido la necesidad, o la obligación, de vaciar una casa. En mi caso, si me ha ocurrido en alguna ocasión. Cuando uno se pone a abrir cajones y armarios, descubre que hay multitud de objetos que, si bien en otro tiempo fueron útiles en cualquiera de sus funciones, hoy por hoy no son sino el testimonio de lo que un día fue una vida, o varias. Estos objetos, olvidados durante años en el fondo de un cajón, semejan cabezas disecadas que atestiguan que una vez tuvieron vida, pero ahora ya solo son la carcasa que un día albergó esa vida. 

Visto desde un punto de vista neutral, de mero observador, uno puede preguntarse por qué guardamos, por ejemplo, una calculadora con las pilas sulfatadas, que nunca más calculará nada; o esa cámara de fotos para la que ya no existen carretes, en su fundita de escay con cremallera.  

La respuesta es bien sencilla. Uno guarda esos objetos, en casi todos los casos, por las connotaciones afectivas y sentimentales que atesoran. Por lo general, cada uno de estos objetos está ligado a recuerdos mucho más valiosos que el objeto en sí. Por eso, desprenderse de ellos es empezar a olvidar, cosa que, llegado un punto de nuestra existencia humana, es lo que realmente nos aterra. 

Cierto es que la vida de estos objetos es efímera, como también lo es la vida de quienes los atesoramos. Basta que esa casa, ese trastero, ese altillo cambie de dueño para que todo aquello que para otro significó tanto, termine en el contenedor a la primera de cambio. 

Y así es como debe ser. A fin de cuentas, no podemos atesorar objetos inútiles, desde el punto de vista práctico, durante toda la vida, si bien es verdad que, al menos en mi caso, muchas veces me vienen a la cabeza algunos de estos objetos que tanto amaba en otra época y me pregunto en qué momento me deshice de ellos; y anhelaría volver a tenerlos en mis manos, para recordar, siquiera por un instante, que fui feliz gracias a estos objetos, entre otras cosas, o al menos en su presencia. Que hubo otras épocas, azules y luminosas, en las que yo era otro que, desgraciadamente, desapareció con ellos. 

Visto desde un punto de vista exclusivamente pragmático, el objeto en sí, en cuanto  presencia física, carece de valor alguno. Baste pensar en esa jarrita de barro que compraste en Praga o ese cenicero recuerdo de tu viaje a Almería, cuando aún eras un joven cuajado de ilusiones y proyectos. Ese cenicero, ese imán de nevera, conserva una parte de tu alma que tú no tienes medio de recuperar salvo cuando acudes al embrujo del objeto en el cual apoyas tu recuerdo. 

No pretendo personalizar este texto, pero yo conservo un adoquín de una calle de Praga, que estaba en obras, como uno de mis objetos más preciados, y se encuentra en mi mesa de centro del salón desde hace 27 años. No pasa de ser en poliedro de granito, pero para mí es un anochecer en el puente de Karlos, contemplando en Moldava y la fortaleza de Praga, abrazado a mi reciente esposa, en la época más feliz de mi vida. No cambiaría ese adoquín por cualquier artículo de venta en el Corte Inglés, se lo aseguro; entre otros motivos, porque hay cosas a las que sería imposible ponerles precio. Y esta es una de ellas. 

No obstante, los objetos físicos no dejan de ser eso, objetos físicos. Pensar que por prescindir del objeto vamos a renunciar a nuestros recuerdos, no deja de ser un absurdo. Precisamente, este es el verdadero problema. Podemos eliminar los objetos, pero nunca olvidaremos las sensaciones, los recuerdos que nos evocan. Es muy sencillo vaciar un trastero, pero casi imposible vaciar aquello que nos copa el alma, que ha quedado como un recuerdo o como un residuo imborrable. Y, contrariamente a los objetos de los que nos podemos desprender si nos causan sensaciones negativas, los recuerdos permanecen, como el musgo anclado a la roca, ya sea positiva o negativa su presencia. 

Recuerdo nítidamente un pasaje en el que se explicaba como Pablo Picasso hacía pintar a los niños Bosé, que para él fueron familia, toda suerte de dibujos en las tardes en los que estos se encontraban en su casa, para finalmente obligarles a escoger uno de ellos y hacer añicos el resto. Esto producía en los niños una gran tristeza, pues no querían destruir aquello que habían creado, a lo cual, Pablo Picasso, una mente preclara que eligió una disciplina para plasmar su extraordinario talento, pero que podría haberse desarrollado en cualquier otro ámbito, les explicaba que no se puede llenar una habitación con cosas inútiles, ya que esto te impedirá vivir con holgura y confort en ella. 

Pues de la misma manera, hemos de esforzarnos por vaciar nuestra alma, nuestro corazón, de cosas inútiles que no hacen sino lastar el futuro devenir, conservando, eso sí, aquello que nos aporta y nos ayuda como enseñanza y experiencia. 

Que fácil de enunciar, y que difícil de realizar. Esos recuerdos, esas experiencias, se aferran a nuestra alma como el chapapote a la arena de la playa. En la voluntad de cada uno está edificar una nueva construcción sobre las antiguas ruinas o, por el contrario, venerar lo perdido y llorar su pérdida. 

“Objetos de un pasado inacabado, que se adoran en secreto. Por el amor animados, por el dolor indiscretos”. (“Objetos”. Gracias Javier Ojeda). 

@elvillano1970 

(Publicado en La Paseata).