Acabo de llegar a casa, estoy aturdido. Ha sido una tarde en la que he pasado de la felicidad más gorda a la confusión, y luego la tristeza más jonda. Bolo de Danza Invisible en Benahadux (Almería), a las 16:00, aquello petado, concentración motera, un montón de amigos, los primos de Cantoria de Manolo, nos sale un muy buen concierto y el camerino se convierte en lo habitual del grupo: cachondeo, risa, gritos, todos metiéndonos con Nando, qué sé yo. Me da por mirar el móvil y me llega la bomba: Regina Álvarez ha fallecido. De pronto llega la confusión, porque pasar de un estado a otro no es tan fácil, pero poco a poco la noticia te cala y te vas sintiendo triste, jodio, ha muerto Regina.
Ella fue la directora del documental de Danza, la que inició el trabajo y si no me equivoco su impulsora inicial. El proyecto ha sido una auténtica pesadilla y como me dijo no sé qué amigo, su principal virtud es sencillamente existir. Problemas de financiación, una pandemia por medio y de pronto una llamada del productor Jose Antonio Hergueta, «Regina ha recaído de un cáncer que tenía y va a tener que dejar la filmación. A partir de ahora lo voy a terminar yo con vuestra ayuda». Y a partir de ahora no digo mucho más, que me da la llantina.
Yo quería mucho a Regina. Todo el mundo la quería. Era una tía de mi edad muy echá palante, divertida, muy nerviosa, un poco como yo. Me doy cuenta ahora, roto, de que su empeño ha contribuido en mucho a nuestro propio convencernos de que podemos, que somos valiosos en lo que hemos hecho. Maldita sea el puto cáncer, Regina, me hubiese encantando volver a hablar contigo, ¿Te acuerdas que me dijiste que el documental había mejorado mucho con el montaje final? Ahora todo lo de alrededor me parece tonto, nada es importante, todo se reduce al final a aquello de amar y ser amado. Me conformo con lo puesto, ya tengo lo que quería, tus ojos frente a mis ojos, tu boca frente a la mía.