Una mañana en el calabozo

La actuación de Danza Invisible en La Noche Rosa de Fuengirola en 1985, junto a Radio Futura y Modas Clandestinas, será siempre inolvidable para mí por distintos motivos, aunque no por los que el amable lector espera: acabé la noche (mejor dicho, la mañana) en comisaría. No sé si alguno de ustedes ha tenido en alguna ocasión la oportunidad de captar el ambiente post-concierto que se forma en los camerinos Invisibles, pero es menester indicarles que lo de hoy en día es nada comparado con aquellos años salvajes. Esa noche además estábamos rodeados de amigos, el concierto estuvo genial y nos fuimos todos de juerga incluyendo a los hermanos Auserón, que entonces eran medio mánagers nuestros al ser socios de nuestra agencia de contratación de entonces, «Party». Pues nada, que no se sabe como acabamos en el piso que tenían unas guiris en Fuengirola y que eran amigas de no se sabe quién y empezamos a montar un follón de mil pares de narices, jugando a competir por quien alzaba más la voz diciendo la gilipollez que fuese. Tengo toda esa noche entre brumas debido a la monumental castaña que llevaba encima pero recuerdo bien que Luís y Santiago, no sé si por prudencia o por cansancio, decidieron retirarse a tiempo y dejar todo aquel asunto en nuestras no sabias manos, craso error de los Radio Futura, porque aquello continuó hasta el amanecer y la cosa empezó a desfasarse hasta el punto de que los vecinos empezaron a quejarse, cosa que no me extraña visto la que estábamos montando los ocupantes de aquel improvisado camarote de los Marx. Creo recordar, incluso, que algunos empezamos a hacerles calvos a los vecinos de enfrente con el agravante de venir acompañados de sonoras carcajadas. Vamos, que nos la estábamos jugando.

Y tanto tensamos la cuerda que al final se rompió cuando llegó la policía, tenía que pasar. Yo solo sé que entonces se me cortó todo el rollo y vi aparecer a los esforzados agentes cual hombres de Harrelson dispuestos a impartir unas cuantas lecciones a aquella colección de niñatos. Nos pusieron a todos en fila y empezaron a pedirnos los DNI mientras uno exclamaba: «¡he encontrado un aparato para pesar porros!», cosa que era cierta puesto que a uno de nuestros amigos, obviamente consumidor habitual de cannabis, se lo acababan de regalar por su cumpleaños. La cosa empezó a pintar fea de verdad y como tengo la mala costumbre de no llevar encima el carné pues nada, a comisaría con unos cuantos, incluidos los pobres de mis hermanos que andaban por ahí como en una nube. Oye, que nadie espere aquí una manida diatriba anti-policial, en el trayecto a comisaría nadie nos faltó el respeto que yo recuerde ni nada, obnubilado como estaba ante el volumen de mi tajá. Lo que sí sé es que aquello dejó de ser divertido cuando tras prestar declaración me metieron en una celda en compañía de un quinqui, y entonces fue cuando la magnitud de los sucedido me pudo: empecé a pensar en la reacción de mi padre, hombre de gran temperamento, en que mi hermano pequeño andaba ahí bajo mi custodia, en que nos habíamos pasado de la raya, etc. Todo el glamour rockero de pasar un rato en la trena se desvaneció tras conversación con el quinqui, no creáis:

-¿Y tú por qué estás aquí, shavea?

-Pues nada, porque hemos montado un pollo de campeonato, sabes, soy músico y estábamos muy contentos tras el concierto y bla bla bla… ¿Y a ti por qué te han detenido?

-Un poco de todo, una moto por ahí, un tirón por aquí, un pinchazo por allá…

Gracias a Dios bendito por la tajá porque si no seguro que me hubiese cagado en los pantalones, soy muy lanzado y tal pero en esas circunstancias vuelvo a ser el dulce niño de educación exquisita que me inculcaron mis padres. Fueron unas tres horas en las que los nervios, la falta de sueño y demás se mezclaban en mí mientras observaba como el quinqui pasaba de mí para dedicar palabras de ternura , sí, a su novia yonqui que estaba en la celda de al lado sufriendo un mono de cuidado. Esos instantes jamás se borrarán de mi mente, igual que cuando el quinqui le pasaba a la novia no sé qué sustancia de celda a celda contando con mi obligado (y natural) silencio. La bruma se iba desvaneciendo y llegó el momento deseado y a la vez temido: mis padres estaban en comisaría y me sacaban de allí. Me despedí del quinqui y todo cabizbajo aparecí en un salón en el que estaba el Jefe de Policía esbozando una sonrisa radiante delante de mis padres mientras yo me quería morir, afortunadamente para mí ahí andaban mis hermanos a los que por el motivo que fuese no habían enjaulado. Yo estaba entonces harto de todo y con la sensación de que había aprendido una lección y todo eso, aún así me pareció una pasada el numerito que el Jefe de Policía, un tipo barbudo con sonrisa de malo de film, nos tenía reservados; comenzó por ponernos en fila -corrigiendo las posiciones, eh- a los hermanitos descarriados para darnos un sermón de muy señor padre delante de nuestros progenitores. A mí aquello me pareció ridículo, la verdad, pero yo entonces lo que quería era irme de allí y prepararme para el broncón subsiguiente que vendría. No nos habían encontrado drogas, no, ni había constancia de que las hubiésemos consumido, pero esta nueva juventud era deplorable y seguramente esnifaban marihuana y fumaban anfetas, ¿sabe usted?

Siempre he apreciado la reacción de mi padre. Lejos de montarnos el broncón mentado su reacción fue de cariño infinito, más preocupado por nuestro estado que por la reputación de su familia. Hasta la fecha nunca he hablado con él de esto, pero ha sido uno de los momentos en qué he visto qué gran tipo es, de hecho su único comentario al respecto venía a ser más molesto con el numerito del Jefe de Policía que con otra cosa, ya notaba en nuestros ojos la absoluta vergüenza que sentíamos, sabía que en nosotros no estaba la simiente de futuros «malvados» (expresión de mi hijo Pablo) sino simplemente jóvenes majaras como lo fue él. Al cabo de los años leíamos una noticia en prensa: al Jefe de Policía de Fuengirola lo habían detenido por incautación ilegal de sustancias estupefacientes. Yo, por mi parte, nunca he vuelto a entrar en calabozo alguno, igual que mis hermanos.

 

(Artículo publicado en «El Boletín de La Paz» el 1-9-13)