Culpadores y culpables

Hace poco comencé por fin a leer una novela que compré hace ha, su título es «Un blues mestizo» y su autora la canadiense Esi Edugyan. Me llamó la atención una reseña publicada en no sé qué periódico y por supuesto el impresionante punto de partida, una historia sobre las desventuras de un talentoso trompetista de jazz negroalemán llamado Hyeronimus Falk en los tiempos del nazismo, narrada por Sid Griffiths, contrabajista que oscila entre el instinto de protección por su compañero y los celos profesionales por el don natural para la música de éste. Desgraciadamente, y no sé si porque ando en estos meses de arriba para abajo, he abandonado la novela sin terminarla notando como mi interés se difuminaba. Esto me hace reflexionar sobre la importancia del buen acabado (aunque insisto, puede ser sencillamente que en estos días ando falto de concentración) de las piezas, no basta con tener una buena melodía y unos buenos acordes, hay que ensamblarlos de la manera más ingeniosa para que el resultado enganche de principio a fin.

Afortunadamente este drama del racismo está muy alejado de mi entorno, mi hijo Javier reside actualmente en Brighton y ahora que ha regresado por unas vacaciones anda alborozado relatando sus experiencias y flipado con sus compañeros de trabajo: homosexuales brasileños, frikis húngaros, una negrita con unas rastas de colores que le llegan hasta el suelo, etc. Brighton es algo así como lo que pudiese haber sido Torremolinos de no haber sufrido los 20 años de terror del canciller Pedro Fernández Montes, una pequeña ciudad animadísima, liberal, colorista y muy loca, algo así como Amsterdam suprimiendo los aspectos lumpen. Para mi hijo es evidente que ser racista es algo que está muy feo, como lo pueda ser robarle el bolso a una vieja o golpear a un mendigo indefenso, y no necesita acudir a ninguna manifestación del orgullo gay ni posar junto a bandera alguna porque simplemente da por sentado que la gente de distinta raza u orientación sexual tienen los mismos derechos y punto. Esto viene a colación de que hace unos días soltó una broma privada en el Facebook de un amigo que, fuera de contexto, podía inducir a pensar otra cosa y esto, claro, nos trae a la memoria un recientísimo episodio sobre el que no pienso insistir ya que llevamos semanas sufriendo las opiniones de tertulianos varios de uno y otro bando.

Sí, hay que tener cuidado con las redes sociales y en particular con Twitter debido a su inmediatez. Tampoco se trata de dar la tabarra con los peligros que tienen y bla bla bla, recordemos por ejemplo que gracias a ellas nos enteramos de que el tristemente famoso atentado de Atocha no fue obra de ETA sino de los radicales islámicos, al contrario de lo que nos quiso hacer creer el gobierno de Aznar en su momento más deleznable (aunque todavía hay algún friki que insiste en que sí, que fueron los vascos). Twitter y Facebook valían entonces para desenmascarar tiranuelos y gentuza sin escrúpulos y como arma eficaz para evitar la manipulación informativa. Pero tristemente en los últimos tiempos se ha revelado también como plataforma para juicios populares de lo más crueles, «culpadores» sin ningún tipo de sentido del humor que vuelcan su odio y resentimiento social sobre las víctimas que pillen por delante. Y en esta categoría incluyo tanto a miembros de la vieja derecha más aberrante como a algunos descerebrados tarugos de la nueva izquierda. Ahora que se habla tanto de reformar la constitución, no vendría mal incluir una ley que permita sustraer el ordenador o el móvil a los tontos que hagan mal uso de ellos.

P.D.: A partir de este mes retomamos la serie «La música es la droga» que inicié en este mismo periódico, aunque reducida a una brevísima recomendación sobre algún artista semi o completamente desconocido que merezca la pena escuchar. En este caso la ola de calor me ha hecho fijarme en el delicioso country-rock sureño del tejano Joe Ely, disfruten de su «Honky tonk masquerade.»

 

(Publicado el 1-6-15 en El Boletín de La Paz).