La primera vez que Javier Ojeda cantó junto al grupo fue un desastre. La segunda convenció a sus compañeros, con los que mantiene viva una trayectoria de 40 años. Quiso dejarlo, pero es adicto al escenario. El documental ‘A este lado de la carretera’ repasa ahora la historia de la mítica banda malagueña
Foto: El grupo malagueño Danza invisible, en un concierto en Torremolinos (Málaga) en 2015.
Con casi 2.000 conciertos a sus espaldas, pocos saben que Javier Ojeda soñaba con ser periodista cultural. Y mucho menos, que falló en su primera prueba para formar parte de Danza Invisible. En 1982, Ricardo Texidó, fundador del mítico grupo, lo escuchó cantar borracho en el Disney Club de Torremolinos (Málaga). Buscaba front man [líder para la banda], los unía una gran amistad y lo invitó a cantar en el grupo. “Vente, que lo haces muy bien”, le dijo. “Me insistió tanto que no pude negarme”, recuerda Ojeda.
La cosa salió mal. “Fue un desastre”, afirma el guitarrista Antonio Luis Gil. Los nervios le jugaron una mala pasada a aquel chaval de 17 años que días más tarde repitió intento. Funcionó. Ojeda fue el último en llegar a una banda ligada a la historia musical de España, la guinda a un conjunto único. Cuatro décadas después, siguen en pie. En 2019 dieron medio centenar de conciertos y este año tienen ya una decena por delante. José Antonio Hergueta, director junto a Regina Álvarez del documental A este lado de la carretera, que aborda el origen, explosión y trayectoria de Danza Invisible, afirma: “Ni se han quedado por el camino por las drogas, como les pasó a muchos, ni han tirado la toalla. Es digno de admirar”. Ojeda asegura que el trabajo le ha gustado: “Tiene una factura muy elegante, aunque quizá todavía sea demasiado masculino y serio, lo que se vio fue un primer borrador. Recuerda que somos la banda que canta El Club del alcohol, en realidad somos infinitamente más punk de lo que ahí se puede ver”.
Con 57 años recién cumplidos, el malagueño llega al patio del restaurante Matiz, en el hotel Molina Lario, en su ciudad natal. Afuera el calor aprieta en la veraniega primavera, no hay un alma en la calle. En el interior del establecimiento hay un oasis con solo tres mesas ocupadas. Ojeda se detiene ante las dos primeras porque en ellas reconoce caras. Saluda con efusión, celebra que ya ha sido vacunado. En la tercera mesa ve un café y tuerce el gesto. Pide una caña.
“Las entrevistas se hacen con cerveza”, afirma en un contundente y reconocible tono de voz que retumba en las cuatro paredes. Es una de sus singularidades, como los kilómetros que recorre cada vez que se sube a un escenario. Incluso sentado gesticula con intensidad durante la charla, no para quieto un segundo. Como dice su amigo Héctor Márquez, se mueve “como si le hubieran cambiado los cereales del desayuno por anfetaminas”. Tras un par de refrescantes sorbos, respira y entra rápido en harina: “Cuando entré en Danza Invisible buscaba hacer buena música, tocar y pasarlo bien. Pero lo que sobre todo queríamos en el grupo era emborracharnos, follar y drogarnos”.
Criado en el barrio de La Paz, de adolescente subía cada fin de semana al autobús Portillo para viajar de Málaga a Torremolinos. Es un trayecto de apenas un puñado de kilómetros, pero a finales de los setenta parecía un viaje al futuro. Allí había una isla de libertad nacida entre los años cincuenta y sesenta a pesar del franquismo. Fue su paraíso, aunque años después el alcalde Pedro Fernández, del PP, vetase a la banda durante 12 de sus 20 años de alcaldía. Ojeda explica: “Apoyé públicamente a los ecologistas de Los Verdes y no le pareció bien. Era un cacique”.
Antes de esa “etapa oscura” del municipio, punks, mods y cualquier tribu urbana pasaba desapercibida por sus calles. Torremolinos era en los ochenta el pueblo más moderno de España. Y en los sótanos de uno de sus muchos bares, El Capote, nació Danza Invisible. Eran chavales que no desperdiciaban ni una fiesta, pero que dentro de aquellas cuatro paredes se ejercitaban con disciplina. “Si me saltaba algún ensayo, Ricardo llamaba a mi madre para decírselo”, cuenta Ojeda en la película, presentada el 7 de junio en el Cine Albéniz y que se verá durante la próxima temporada en Televisión Española.
El directo de aquellos jóvenes llamó mucho la atención. Tras ganar un concurso en Jerez, pasaron de actuar en lugares como el Hardy’s de Torremolinos a cambio de un par de cajas de cervezas a llenar salas en Madrid. Llegaron irreverentes y con tanta seguridad en sí mismos que la Movida madrileña no los aceptó demasiado bien. Sí les apadrinaron, en cambio, sus compadres de Radio Futura, con quienes actuaron en diversas ocasiones. Tras uno de esos conciertos, en Fuengirola, Javier Ojeda acabó durmiendo en el calabozo de la comisaría después de que la policía se lo llevase arrestado durante una fiesta en un piso.
“Te metes en una banda de rock and roll, eres un niño y de repente ligas, tomas anfetas, te drogas (porros no, que me sientan fatal) y lo pasábamos genial. Aunque en el fondo todo era más sano de lo que parece”, afirma hoy quien celebra los años de la Movida, cuando cerraban los bares una y otra noche. Puntualiza, eso sí, que no solo ocurrió en Madrid. “Pasó en muchos sitios, como en Málaga, donde quizá éramos más inocentes. Creo que fue un movimiento generacional sano, menos en la capital, donde el caballo se cargó a mucha gente”, señala Ojeda, que recuerda noches eternas en bares malagueños como el Casablanca o el S. A. Company, en la zona de Pedregalejo, cerca del mar.
Se estrenaron con el disco Contacto interior, que no reflejó aquella potencia que desarrollaban en vivo. Su segundo álbum, Maratón, los asentó en la escena, pero la discográfica Ariola les dio la carta de libertad. El tercero, Música de Contrabando, grabado en madrugadas de Manchester aderezadas con speed y días durmiendo en una casa okupa, los catapultó. Tras Directo,el siguiente trabajo, A tu alcance les hizo pasar definitivamente a la historia. Incluye temas que hoy son clásicos como el que da nombre al documental, pero destaca sobre todas Sabor de amor, canción de karaoke por excelencia y que pocas personas en España no han escuchado ―o cantado, gritado, bailado― alguna vez.
Aquel año, 1989, se desató la locura por Danza Invisible. Arrasaban. “Fue increíble, pero no lo pasé bien. Primero, tenía una novia y yo lo que quería era dejar de estar viajando y volver para verla. Segundo, y, sobre todo, dejé de poder hacer una vida normal. Yo seguía viviendo en mi casa, en el barrio, y ya no podía ni bajar a comprar el pan”, cuenta Ojeda cuando lo interrumpe una llamada del mecánico. Le avisa de que se retrasa en los arreglos de su vieja moto. Retoma el hilo. “Llegué a pensar en dejarlo y centrarme en lo que estudiaba entonces, Filología Inglesa, porque así no se podía vivir”, señala el músico. Hizo lo contrario: dejó la carrera universitaria y siguió con la banda.
Tocaron ante 40.000 personas en el Vicente Calderón, viajaron a México en varias ocasiones (en la primera les esperaba una bolsa de marihuana en la cama del hotel), fueron a Polonia, Suiza, Holanda, Marruecos o Jordania. La geografía española la han recorrido en centenares de ocasiones: hoy el grupo suma casi 1.300 conciertos. Un seguidor de la banda actualiza un listado en Dropbox con la inmensa mayoría de ellos. Desde el primero por el que cobraron “unas cuantas pesetas” en una discoteca en la localidad malagueña de Pizarra hasta los que tienen por delante este verano. El más cercano, el próximo 27 de junio en Las Rozas (Madrid).
Entre medias, miles de kilómetros y el premio de una calle en Torremolinos ―como contaba Ojeda en 1994 a un joven Mikel López Iturriaga―. “Al principio nos reíamos, teníamos una calle, como la Pantoja. Nos parecía cateto, pero hoy me encanta”, dice el cantante, que cree que a estas alturas “la furgoneta a veces cansa, sí”. “Ahora no, tras los confinamientos, nos apetece muchísimo”, dice.
En ese vehículo falta desde 1993 el baterista Ricardo Texidó. Representa el momento más dramático del grupo, cuando la convivencia se empezó a enturbiar, en parte por los derechos de las canciones. Texidó empezó a hacer vida en solitario mientras los otros cuatro miembros iban a una. La situación llegó a su extremo durante un concierto en el norte ―no recuerdan si Logroño o Vitoria― y durante el camino de vuelta decidieron que era el momento de echarlo de la banda. Manolo Rubio rememora: “Fue como lanzar una bomba en una furgoneta”. Antonio Luis Gil subraya: “Era muy fuerte, era echar a quien nos había metido en el grupo”. En el documental, el momento es tratado con elegancia con todos los miembros del grupo, incluido Texidó. Ojeda afirma: “Si hubiéramos querido sacar los trapos sucios… pero para qué. Ya han pasado 30 años de aquello. Le sigo teniendo cariño por ser mi compañero y aunque no tengamos mucho trato, tampoco hay rencor”.
El terremoto pasó y el grupo volvió a la carretera con alegría. José Antonio Hergueta señala: “Es una banda que no se preocupó por estar en Madrid ni por estar en primera fila. Vivían en Málaga y quizá por esa singularidad siguen ahí. Jamás se han dado importancia y no tienen esa aura de rockeros de otros grupos, pero es que ellos han valorado más estar a gusto, seguir tocando y disfrutar”. Hoy la banda se entrega igual en un campo de fútbol a reventar que en una feria de la barriada de El Palo. Y es capaz de hacer bailar tanto a jóvenes o cuarentones como a señoras jubiladas en una verbena popular. Todo ello a pesar de que desde finales de los noventa, el nombre de Danza Invisible se fue desvaneciendo lentamente. Nunca ha sido olvidado, pero han pasado a lo que su líder define como “una maravillosa segunda división”.
Especialmente para él, que cuenta con una vida en la que sigue siendo reconocido ―más en Málaga, donde es una institución― y sigue recibiendo el cariño de la gente. “Ahora es cuando se goza mucho más”, reconoce. “Imagina ser Pablo Alborán, no poder salir a la calle, vaya coñazo”, subraya. Habla del músico malagueño y reconoce que hay muchos artistas de su tierra a los que sigue. Nombra la música electrónica de Bromo (proyecto de Paloma Peñarrubia), también el indie de La Trinidad o el flamenco de la cantaora Genara Cortés. No se olvida de María Peláe, “una artistaza”, ni de Zenet y El Kanka. “Presumo de ser su amigo”, dice Ojeda, que sabe mucho de esto porque, además, es autor del libro Una historia del pop malagueño (1960-2009), publicado en 2010. Durante años, además, escribió con humor de fútbol en el diario Málaga hoy.
El cantante es adicto al escenario. “Sentir que la gente te mira, grita tu nombre, es como cuando vas en bici cómodo y disfrutando del pedaleo por un paraje bonito”. ¿Eso no se llama ego? “¿Quién no aprecia que lo aplaudan? Ego siempre tienes, otra cosa es ser egocéntrico, egoísta o directamente gilipollas. Es diferente”, sentencia. En los primeros cinco meses del año ha ofrecido cinco conciertos, pero la llegada del buen tiempo y la disminución de las restricciones sanitarias apuntalan un segundo semestre cargadito. Hasta final de año tiene ya cerca de 40 bolos en agenda.
“Tengo la suerte de que me puedo adaptar a muchos formatos”, explica Ojeda mientras repasa las fechas en la agenda y describe todos los proyectos que se trae entre manos. Estos días ensaya el repertorio de sus conciertos acústicos, prepara los de Danza Invisible, estudia el de una serie de conciertos sobre vino en Ourense y trabaja en los de su banda actual, con quienes presenta nuevo disco, Decantando, el 9 de julio en el castillo de Gibralfaro. Grabado entre Granada y Málaga, “es un trabajo de celebración alcohólica, de fiesta”, reconoce. El 20 de junio toca rodar videoclip.
Entre medias, se dedica a la organización y gestión del festival Funky Town de Torremolinos, planea un programa musical para Canal Sur y ha asistido al estreno del documental sobre su trayectoria musical. Una hiperactividad que le tiene molido. “Ayer me dio un bajonazo tanto de sueño como de vitalidad. Este mes no doy abasto”, confiesa antes de desaparecer hacia una reunión sobre un proyecto que no puede desvelar.
(Nacho Sánchez para El País).